Pincelada
Cuando compramos la casa, habíamos convertido el garaje y parte del patio trasero en el taller donde trabajaba Mauricio. Desde la puerta vi como tallaba una columna, con el ruido de la gubia que tenía entre las manos, no me oyó llegar. El olor del bosque estaba encerrado entre aquellas paredes, olía a pino recién cortado. Los rayos de sol del atardecer se colaban por las ventanas, mezclándose con el polvo del serrín que flotaba y tamizaba la luz.
Mauricio se había quitado la camiseta. Me fije en su espalda por la que resbalaban algunas gotas de sudor. Me acerque despacio y con cuidado le abrace. No se asustó. Acaricie sus hombros su cintura. Dibuje una línea de besos hasta donde me alcanzaron los labios. Sentí su piel contra mi cara, su calor. Muy despacio Mauricio se giró. Nos abrazamos sintiendo la necesidad de besarnos. Mi lengua recorriendo su pecho, la suya saboreando mi cuello. Nos acariciamos con urgencia, con pasión. Sus manos juguetean con mis pechos. Nuestra ropa en el suelo, nosotros desnudos, sintiendo la piel del otro como la propia, compartiendo un solo sabor, una sola respiración. Explorando cada centímetro de nuestros cuerpos, bailando al ritmo de nuestro pulso, hasta que, súbitamente, un escalofrió recorrió mi espalda, y me dejo sin aliento.
Encarna
18/03/15