Una aventura marinera

Lorenzo y yo éramos grandes amigos, aún los somos. Pasábamos  todos los veranos juntos, tres meses maravillosos de sol  y arena. Nos gustaba hacer excursiones por la playa, perdernos entre los matorrales, imaginar que  estábamos en la selva, nadar hasta el espigón. Desde allí veíamos el faro, rodeado de rocas, donde las olas explotaban, rompiéndose en mil pedazos. Soñábamos con llegar hasta el faro, trepar por el acantilado y  correr una gran aventura. Aunque teníamos varios problemas.

El primero, Ramón, el farero, un hombre de mal carácter, huraño y sin amigos. Y el más importante. No teníamos como llegar hasta allí. Pero aquel  verano hicimos un gran descubrimiento, Lola. Nuestra Lola. Una barquilla, que encontramos  entre los matorrales. El nombre no lo elegimos nosotros. Cuando  la encontramos, lo único que se podía distinguir en la popa eran cuatro letras de color rojo desteñido, LOLA. El resto  estaba desconchado y comido por el sol.

En su interior, bajo  los tablones,  algunos jirones de red de cáñamo con sus corchos y sus plomos. Incluso conservaba uno de sus remos.

Desde el primer momento supimos que teníamos que arreglarla y hacernos a la mar, por fin podríamos llegar al faro. Durante los dos meses siguientes, nos  olvidamos de las excursiones y nos dedicamos a buscar todo lo que necesitábamos para  poder arreglar la barquilla. Cinta americana, lija, estopa, guantes… Lorenzo consiguió  un formón y un serrucho.

No le pregunté de donde lo había sacado.

Pasábamos las tardes limpiando, lijando y parcheando la madera. Las vacaciones se acababan y teníamos que llegar al faro. Lo haríamos el viernes.

Ya casi estaba lista para navegar. El casco estaba de una pieza. Solo teníamos que conseguir otro  remo, y no  fue fácil. Tuvimos que cogerlo prestado del embarcadero. “pensábamos devolverlo”.

Cuando llegamos a la playa, aún no había amanecido.  El mar estaba negro, quieto, como un espejo pulido. La  arena   estaba fría, y   olía a sal. Sal  pura, sin estrenar.

 Lorenzo decía que el  faro estaba a una milla, menos de dos kilómetros .Exactamente 1852 metros. Se había informado bien, no era mucha distancia.  Pero con la penumbra del amanecer, me pareció que la distancia era enorme y Lola muy pequeña. Lorenzo estaba  decidido, yo no tanto. No dije nada, no quería parecer un cobarde.

Nos costó mucho trabajo arrastrar  la barca hasta  la orilla, pero una vez en el agua, Lola se volvió ligera y manejable. Cada uno cogimos un remo y comenzamos nuestra gran aventura.

Remábamos con todas nuestras fuerzas, no  avanzábamos, las olas nos balanceaban de un lado para otro, jugaban con nosotros. Como los remos eran diferentes,  no lográbamos coordinar la palada  y parecía que nunca íbamos a salir del rompeolas.

Poco a poco los reflejos del sol iban borrando  la oscuridad, descubriendo un mar menos sombrío y un cielo más  limpio. Por fin, remábamos al compás, con el mismo ritmo, con fuerza, como dos reos escapando de Alcatraz. Nos alejábamos de la playa. El faro ya estaba cerca. Al menos eso nos parecía.

Cuando  dejamos atrás el espigón, un golpe de mar me arrebato el remo. Solo entonces me di cuenta que Lola se estaba inundado

—Nos hundíamos—.

El Faro estaba lejos. La playa también. Como dos locos achicábamos agua olvidándonos de remar. Lorenzo abrazaba el único remo que nos quedaba y me miraba con espanto. El agua nos llegaba a la pantorrilla, Lola se ahogaba. Abandonamos la barquilla e intentamos llegar al faro a nado.

 Nadamos desesperadamente. Lorenzo braceaba sin soltar el remo,  yo muy cerca de él. El día era claro y el cielo estaba limpio. Veíamos como las olas rebotaban contra las rocas que rodeaban el faro. Las mismas olas que nos  golpeaban sin piedad, sin darnos un respiro, intentando por todos los medios llevarnos al fondo. Por un momento temimos ahogarnos.  Sin duda no era la aventura que habíamos soñado.

Cuando creíamos estar perdidos oímos el motor de una Zodiac. Era  Ramón, el farero. Desde el faro   había visto como Lola se hundía. Nos sacó del agua.  Durante el corto trayecto Ramón no dijo nada. Efectivamente Ramón era un hombre  con mal carácter y pocos amigos. Pero ese día fue nuestro héroe.

                                                           Encarna